Una vez el azar se llamó Jorge Cáceres
y erró veinticinco años por la tierra,
tuvo dos ojos lúcidos y una oscura mirada,
y dos veloces pies, y una sabiduría,
pero anduvo tan lejos, tan libremente lejos
que nadie vio su rostro.
Pudo ser un volcán, pero fue Jorge Cáceres
esta médula viva,
esta prisa, esta gracia, esta llama preciosa,
este animal purísimo que corrió por sus venas
cortos días, que entraron y salieron de golpe
desde su corazón, al llegar al oasis
de la asfixia.
Ahora está en la luz y en la velocidad
y su alma es una mosca que zumba en las orejas
de los recién nacidos.
-¿Por qué lloráis? Vivid.
Respirad vuestro oxígeno.
En memoria de A. Luyando
viernes, 23 de mayo de 2008
lunes, 5 de mayo de 2008
VIII
Nada saber del mar. Echar fuera de sí lo informe y cada marejada. ¡Oh, el sueño de los hombres, sus ojos muertos! Yo olvido. Finjo que lo hago. Existo más cuando el jardín se impone. Tiene su orden propio, sus normas legibles. Los que siempre caen, los que se agotan en el espacio, no encontrarán reposo. Que lo vayan sabiendo. Todo es jardín. Todo es muralla frente al abismo en el que dios comienza.
Viviremos mejor sin ruido, lejos del mar.
Viviremos mejor sin ruido, lejos del mar.
Claude Esteban, Coyuntura del cuerpo y del jardín
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